Reportaje publicado en OriónMag, Nº 2 (Otoño 2013)
Ocho días y 41 películas dieron para muchos descubrimientos. El de un panorama de enorme riqueza asomando en el cine latino, que este año se ha llevado la primera Concha de Oro para Venezuela con Pelo malo. El debut de un español, Fernando Franco, que respira autenticidad en su forma de contar el dolor. El acierto de un público que dio su nota más alta a la ternura de Kore-eda, uno de los veteranos más ilustres del festival. La grandeza de las historias de Lav Diaz, un filipino que acostumbra a hacer películas con duración mínima de seis horas. El nuevo director de moda, Denis Villeneuve. Varias sensaciones sobre la carrera hacia los Oscar. Apuntes sobre el cine español y francés que viene. Y también decepciones, algunas por partida doble bajo el nombre de Colin Firth. Así fue el paso de OriónMag por el Festival de San Sebastián.
Poder latino en Donosti
(Fotograma de 'Pelo Malo')
Durante la ceremonia de entrega de premios se hizo significativa una ausencia: la de abucheos. A cada anuncio le siguieron aplausos y un murmullo general de aprobación, señal de que el jurado de esta edición, presidido por el cineasta independiente Todd Haynes, ha hecho bien su trabajo. Encontrar el equilibrio entre lo arriesgado y lo accesible sin caer en ningún extremo. Entre la concurrencia, eso sí, dominaba la sensación de que Pelo malo ganaría por su condición latina. Era el momento. Una de las fortalezas en la que San Sebastián ha querido trabajar en los últimos años es su condición de faro del cine en español que llega desde el otro lado del Atlántico. En esta edición, además, el jurado contaba con dos actores latinos: el mexicano Diego Luna y la chilena Paulina García. Con todo, este pequeño favoritismo no ha disminuido la idea general de que Pelo malo ha hecho méritos propios.
La ganadora de la Concha de Oro encaja muy bien en ese equilibrio entre lo arriesgado y lo accesible. Tiene lo suficiente de compleja y rica a la vez que resulta abarcable si se le regala un esfuerzo. Una película “pequeñita”, según la definió su propia directora, de grandes resonancias. Con un fuera de campo, mucho más valioso que el propio argumento, que habla de toda una sociedad. A Mariana Rondón le bastan pinceladitas para construirlo. Planos en los que enfoca un noticiario o unos murales para contar la presencia de una política y una religión polarizadas hasta lo absurdo. El temor a la diferencia explicitado en la trama principal: el rechazo de una madre a su hijo, Junior, por su obsesión de alisarse el pelo. La amenaza de la violencia, trazada en la abuela de Junior, que alimenta la presunta homosexualidad del niño porque prefiere que sufra rechazo social a la posibilidad de que se meta en una banda y lo terminen matando. La superficialidad expresada en los concursos de belleza infantiles, a los que la mejor amiga de Junior es adicta. Pelo malo, por tanto, exige al espectador que ponga de su parte para comprender que cuando está hablando de una infancia sombría, opresiva y desesperanzada, está hablando de Venezuela.
El mexicano Fernando Eimbcke redondeó la jornada de éxito latino con una Concha de Plata al Mejor Director. Si bien Club sándwich juega en otra liga. Lejos de querer retratar a una sociedad, se conforma con utilizar apenas tres personajes, un tono ligero y un argumento mínimo (una madre y su hijo adolescente que pasan unos días de temporada baja en un hotel playero). Eimbcke aplica un estricto minimalismo que, no obstante, le termina pesando. Porque, pese a quince minutos finales de delicioso humor seco, se hace inevitable sospechar que Club sándwich tiene su origen en estirar una idea para un corto.
La sección Perlas (recopilación de las mejores películas presentadas en otros festivales) trajo otra obra latina que debe mucho al Zinemaldia. La chilena Gloria, ganadora del premio Cine en Construcción de la edición pasada. Una distinción que permitió al director Sebastián Lelio terminar de financiar su película. Un año después, el resultado final se dejó querer: Gloria es una comedia muy refrescante sobre el amor a los cincuenta años que experimenta su protagonista homónima, interpretada por Paulina García (la misma que formó parte del jurado de este año). El papel le valió el Oso de Plata a la Mejor Actriz en Berlín. No es para menos. García da vida a una mujer tierna, extravagante y con un puntito de locura adolescente que hace difícil no quererla. Una especie de Diane Keaton a la chilena, pero con el añadido de una serie de desnudos integrales de enorme valentía.
El placer de recibir un puñetazo (emocional)
(Marian Álvarez, con su Concha de Plata)
En una Sección Oficial más bien conservadora en cuanto a propuestas, La herida puso el toque de audacia. Fernando Franco, hasta ahora conocido por su trabajo como montador (No tengas miedo, Blancanieves, Alacrán enamorado...) firma una opera prima de enorme potencia visceral que le valió el Premio Especial del Jurado. Su cámara persigue con pulso firme a su protagonista Ana, una chica que sufre un trastorno límite de la personalidad sin saberlo. Cuajando, sin separarse jamás de ella, la tensa intimidad de una mujer extrema y su modo destructivo de relacionarse tanto con los demás como con ella misma.
Lo interesante es que Franco, con mucha inteligencia, evita repartir culpas. La herida desmenuza todo lo que rodea a la vida de Ana desde un prisma a la vez subjetivo y objetivo. Porque los planos siguen la mirada de Ana, pero a la vez es inevitable que el espectador la contemple como alguien ajeno. De este modo, Franco permite pensar a su público: si lo que ha visto es la historia de cómo un mundo egoísta hunde más en su miseria a una chica con problemas, o la historia de cómo una chica está tan encerrada en sus propios problemas que es incapaz de dejarse querer por el mundo que la rodea.
Aunque Franco tiene mucho que agradecer al trabajo de Marian Álvarez, que se llevó una justísima Concha de Plata a la Mejor Actriz. Su actuación hipnotiza. Su forma de construir un personaje con esa autenticidad que vista en pantalla aparenta ser lo más fácil del mundo: con su voz rota, con su forma de mirar, con cada trazo de expresión corporal... La encarnación perfecta para la pobre Ana, tan guapa, tan desquiciada. Con la que es imposible no encariñarse, no querer traspasar la pantalla y salvarla de su desgracia. A la vez que la película nos va explicando, con una dolorosa sensación de certeza, que no hay nadie que pueda salvarla más que ella misma.
Es decir, La herida es de esas películas que te arruinan el día. La experiencia de compartir durante hora y media la verdad del sufrimiento. El masoquismo de ir al cine para recibir un puñetazo en el estómago. No podemos hacer otra cosa, por tanto, que recomendarla encarecidamente. Algo parecido debió pensar el jurado, que le concedió su Premio Especial.
Kore-eda, premio a un parroquiano habitual
(Fotograma de 'De tal padre, tal hijo')
San Sebastián puede presumir de tener una serie de habituales de lujo entre su concurrencia. Cineastas del lustre de Oliver Stone, Terry Gilliam e Hirokazu Kore-eda no suelen fallar a la cita, tengan o no material que presentar a Sección Oficial. En esta edición, los tres estuvieron por allí. Stone presentando un nuevo montaje de Alejandro, y su serie documental La Historia no contada de Estados Unidos, y Gilliam en la sección Perlas con The Zero Theorem, su más difícil todavía de ese barroquismo existencialista que solo él sabe hacer.
Pero quien salió con premio a su fidelidad fue Kore-eda, un “maldito” del Zinemaldia: ha presentado cuatro largos en la pelea por la Concha de Oro, hasta ahora sin éxito pese a ser uno de los favoritos de crítica y público del festival. After Life, la cinta que lanzó su carrera internacional, se fue de vacío en la edición de 1998, al igual que Hana en 2006 y Still Walking en 2008. Si la derrota de esta última ante la turca La caja de Pandora ya fue discutida, aún más polémica levantó que en 2011 Isaki Lacuesta se llevase la Palma de Oro por Los pasos dobles frente a Kiseki (Milagro).
Esta vez fuera de la gran competición, Kore-eda acudió a Perlas con De tal padre, tal hijo, que salió de Cannes con el Premio del Jurado bajo el brazo. Y de San Sebastián se va galardonado por quien ha sido siempre su gran valedor en el Zinemaldia: el público, que lo colocó primero en las votaciones por encima de huesos tan duros como Gravity, Dallas Buyers Club (ambas carne de Oscar) o The Wind Rises (la nueva de Miyazaki). Un argumento para reivindicarle como gran retratista del Japón contemporáneo. La filmografía de Kore-eda ha ido virando cada vez más hacia las historias detrás de los visillos. Hacia los dilemas que asoman de un tema tan clásico como la familia. Sobre todo desde que el director decidiera inspirarse en la suya para escribir Still Walking. Al igual que sucedía en aquella, De tal padre, tal hijo juega con una de las sensaciones más maravillosas que puede dejar el cine: que las emociones son universales. Kore-eda tiene una mano única para situar al espectador en lo más profundo de la sociedad japonesa. Para sentarlo en el tatami y servirle sake como si fuera un invitado más. Pero a la vez, sus historias siempre hablan de algo capaz de involucrar a cualquiera que se asome. Sin importar de qué parte del mundo venga.
De tal padre, tal hijo también da cuenta de la habilidad del nipón para plantear dilemas morales huyendo de todo discurso. El guión brota de una pregunta imposible de ignorar: ¿qué hacer si descubres que tu hijo de seis años fue cambiado por otro al nacer y surge la posibilidad de volver a hacer el intercambio? Mientras cada uno elabora su propia respuesta, Kore-eda hace avanzar una trama agridulce, llena de autenticidad y rica en matices que va ahondando en el misterio de la paternidad. Si lo que convierte a un hombre en un padre son los lazos de sangre o el tiempo que pasa junto a su hijo. Y en general, en el misterio de la vida, abriendo otros temas como la fragilidad del éxito y el descubrimiento de los auténticos valores para finalmente dejar un poso tierno en la memoria. Merced a escenas como la secuencia de apertura que recorre los juguetes de los niños (correspondencia con los títulos de apertura de Matar a un ruiseñor) o el baño que uno de los protagonistas disfruta con sus hijos.
Denis Villeneuve está on fire
(Denis Villeneuve, junto a la actriz Sarah Gadon)
Denis Villeneuve va erigiéndose como uno de los directores de moda. Dos años después de que la nominación al Oscar a Mejor Película de Habla No Inglesa a Incendies diera un empujón a su trayectoria, el realizador canadiense vuelve por partida doble. Sus nuevos trabajos, Enemigo y Prisioneros, fueron presentados en San Sebastián. Comparten, además de la presencia de Jake Gyllenhaal, la evidencia de que Villeneuve tiene algo que lo hace especial tras las cámaras.
Enemigo, su apuesta para la Sección Oficial, es la más arriesgada. Un filme de una rareza peculiar que se inspira en El hombre duplicado, de José Saramago: la historia en clave existencialista de un profesor que descubre que tiene un doble. Villeneuve la narra sirviéndose de una atmósfera tétrica (el skyline nublado de Toronto siempre amenazante e interiores claustrofóbicos) y guiños a Alfred Hitchcock y David Lynch. Del primero toma su forma de estructurar la intriga y, según él mismo admitió, su fijación por las rubias. Y del segundo, su creación de ambientes oníricos y su forma de convertir a la película en un acertijo mediante un argumento que sirve sobre todo para dar pistas sobre el significado real de lo que vemos. Especialmente por lo desconcertante de su final y su principio puesto en relación, Enemigo dará lugar a numerosas teorías, lo que la condena a una fuerte división de opiniones entre sus espectadores. Aunque tiene dos virtudes difíciles de negar: la solvencia de Gyllenhaal en su doble interpretación, y el buen hacer en la dirección de Villeneuve. El canadiense se luce mediante movimientos de cámara con ángulos retorcidos, composiciones enrevesadas y una fotografía oscura y barroca que lo convertían en un firme candidato a la Concha de Plata. Lástima que la vorágine latina le dejara fuera del palmarés.
Prisioneros se presentó fuera de concurso como aperitivo al Premio Donostia de Hugh Jackman, lacelebrity que más pasiones ha levantado en esta edición. Resulta difícil no querer al australiano cuando saca al gentleman moderno que hay en él y se arranca con comentarios con chispa, sonrisas y anécdotas. Por ejemplo, contó que pudo dar una vuelta en bicicleta por la ciudad sin ningún problema: “He descubierto que el truco para que nadie se fije en ti en España es levantarte temprano. Entre los pocos que había por la calle me crucé con un grupo de universitarios con cervezas tirados en el césped, que me miraron como diciendo '¿qué hará este tío en bici a las ocho de la mañana?'”.
La presencia del australiano en Prisioneros da fe de la capacidad que Villeneuve está logrando para alternar entre producciones más libres como Enemigo y productos comerciales como este. Lo que no quiere decir que desaparezca el estilo del director. Simplemente, queda canalizado hacia las convenciones que impone filmar un thriller de manual. Que aún así le permiten dar rienda suelta a su creación de ambientes oscuros y su modo de indagar en los miedos de sus personajes. Aquí, el de Jackman abre una cuestión moral (hasta dónde eres capaz de llegar cuando uno de tus seres queridos está en peligro) que resulta de lo más interesante en un desarrollo que atrapa, pese a caer en algunos lugares comunes.
Que alguien le dé un toque a Colin Firth
(Fotograma de 'The Railway Man')
Una de dos: o Colin Firth ha perdido el criterio, o una vez ganado el Oscar ya está de vuelta de todo. Tras un 2012 fallido, dio la casualidad de que las dos apuestas del británico para este año se encontraron en la Sección Oficial del Zinemaldia. Y, aún más casualidad, ambas se convirtieron en las mayores decepciones. Van demasiadas malas decisiones consecutivas para uno de los mejores actores que se encuentran en activo. Si por alguna casualidad el británico aprende español y lee OriónMag, le aconsejamos que cambie de agente con urgencia.
Un largo viaje (The Railway Man), una historia sobre las heridas sin cerrar de un veterano de la Segunda Guerra Mundial, no pasa de ser un drama bélico plagado de lugares comunes, personajes acartonados, explicaciones demasiado subrayadas, una subtrama de amor con Nicole Kidman que termina por no llevar a ninguna parte, y una dirección solo correcta. Es decir, un aprobado raspado que queda por debajo de las expectativas. Con todo, lo mejor del filme es el propio Firth, que aguanta un papel protagonista desde la contención y la fuerza de las miradas.
En Condenados (Devil's Knot), ni eso. El grito de “¡telefilme!” que siguió a su proyección de prensa y los posteriores comentarios ácidos dieron cuenta del mal momento que vive el que, a priori, era el más jugoso de los realizadores que competían por la Concha de Oro: Atom Egoyan. O quizá un doble que, imitando a Jake Gyllehaal en Enemigo, suplantase su identidad, rodase en su lugar la película y fuese a San Sebastían a defenderla en solitario (ni sus actores ni su equipo técnico estuvieron con él en la rueda de prensa). Cuesta creer que un director con un universo fílmico tan personal y tan rico como el canadiense haya podido estampar su nombre en un producto que cae en los peores defectos del docudrama de sábado a la hora de la siesta. Protagonistas vacíos, una trama simplona de asesinatos, juicios y falsos culpables, y algunos momentos de sentimentalismo de baratillo provocan el naufragio total. Por no hablar de sonrojantes líneas de guión, como el argumento que esgrime el fiscal para condenar por el asesinato que abre la película a los tres “chicos raros” del pueblo: no hay nada malo en vestir de negro, ni en escuchar heavy metal, ni en leer libros de ocultismo. Pero, ojo, ya si pones las tres cosas juntas...
“Ici on parle français”
(Bertrand Tavernier, en rueda de prensa)
Entre la Sección Oficial y las Perlas, San Sebastián ha reunido este año las nuevas obras de cinco autores franceses de prestigio, que forman un compendio bastante completo de varias generaciones del cine galo. En la pelea por la Concha de Oro estuvieron dos veteranos: Bertrand Tavernier y François Dupeyron. El primero salió bien parado con Quai d'Orsay, una comedia política con doble lectura. Por un lado, se trata de una caricatura de Dominique de Villepin y sus excentricidades en el ministerio de Exteriores galo. Pero a la vez es un elogio a su oposición a la guerra de Irak y su fijación contra los neocons. Su ritmo frenético y sus diálogos chispeantes le valieron el Premio al Mejor Guión, aunque no es lo único que hace descacharrante a Quai d'Orsay. También ayuda un estilo visual que remite al cómic en el que está basado, con planos fugaces adaptando la agilidad de las viñetas y la recurrencia a gags hiperbólicos, como la manera que tiene su protagonista de atravesar los despachos haciendo que todos los papeles vuelen a su paso. Y, sobre todo, un reparto en estado de gracia liderado por Thierry Lhermitte (estaba en las quinielas para la Concha de Plata al Mejor Actor), que da una lección de cómo ser cómico pretendiendo no parecerlo. Todo ello le valió, además, el FIPRESCI (premio de la crítica) de esta edición.
Dupeyron, el mismo que levantó la Concha de Oro en 1999 con ¿Qué es la vida?, no convenció con Mon âme par toi guérie, sobre un hombre que huye del don que ha recibido para sanar hasta que se ve involucrado en un accidente. No convenció ni su guión disperso, que abre demasiados frentes para luego dejarlos sin resolver, ni una realización que patina con malas elecciones en la banda sonora o abusos de los planos a contraluz. Tampoco levantaron pasiones los hermanos Larrieu, que mostraron El amor es un crimen perfecto en Perlas. Una extraña mezcla entre thriller, comedia y cine surrealista que termina cayendo víctima de esa indefinición. A veces, jugar con el desconcierto no da buen resultado.
Jean-Pierre Jeunet clausuró la Sección Oficial con el estreno mundial de El extraordinario viaje de T. S. Spivet, resultado de mezclar el “encanto Amélie” con el Medio Oeste Norteamericano y una versión infantil de Sheldon Cooper de protagonista-niño prodigio que atraviesa medio país para presentar su invento ante la comunidad científica. Si a la reunión de extravagancias se le añade la presencia de Helena Bonham Carter, se adivina algo jugoso. Y, aunque Jeunet empieza a repetirse, sigue siendo un placer volver a visitar su universo de colores Polaroid. Nadie le puede negar la mano para trazar personajes que se definen con un par de rarezas, ni esa magia de cuento que flota en su cine. Si uno pertenece a ese grupo social que aún está enamorado de Amélie, tiene las sonrisas aseguradas. Al menos en las dos primeras películas que hay en ella (el costumbrismo estilizado de una familia en un rancho de Montana, y el viaje como polizón de tren del niño), ya que en la tercera baja el listón.
Por último, una de Perla que hace honor a la denominación aterrizó en San Sebastián tras concursar en Cannes. Jeune et jolie, lo nuevo de François Ozon, constata que el anterior ganador de la Concha de Oro por En la casa está en plena forma. De nuevo, demuestra una capacidad única para hipnotizar al espectador situándole ante temas espinosos con la libertad que le da el no juzgar a sus personajes. En este caso, su cámara desnuda (metafórica y literalmente) de una menor que decide dedicarse a la prostitución de lujo (las referencias a Belle de jour son inevitables) y husmea en su intimidad, componiendo un inteligente paralelismo entre el descubrimiento del sexo (de la mano del desencanto adolescente ante el amor) y las cuatro estaciones en las que estructura la narración. Pero, ante todo, Jeune et jolie es la obra de un director enamorado de su actriz principal, Marine Vacth. Imposible sacarle más jugo a su belleza.
Aquí huele a Oscar
(Fotograma de 'Dallas Buyers Club')
Hay títulos que parece que ya lleven la leyenda de “Nominada a los Oscar” mucho antes de que se anuncien los premios. Por tocar fibras sensibles, por alcanzar niveles técnicos nunca vistos, o por intérpretes que se dejan cuerpo y alma en su personaje. Los tres casos, por lo general, suelen derivar en otro que ayuda mucho a entrar en la carrera por las estatuillas: el de taquillazo para todos los públicos. La sección Perlas trajo un ejemplo de cada uno.
La fibra sensible la aportó Fruitvale Station, que trae además dos argumentos muy potentes. La moda en los últimos años de colar una ganadora de Sundance entre las nominadas a Mejor Película, y lo que podríamos llamar el “Aval Oprah Winfrey al Cine Contra la Discriminación”. En su primer largo, el director Ryan Coogler se revela como una versión dulce de Spike Lee. Porque su forma de criticar la violencia policial contra los afroamericanos consiste en contraponer la calidad humana de su protagonista frente a la brutalidad sin sentido. Coogler reconstruye las últimas 24 horas de vida de Oscar Grant (el personaje es real), un joven negro que fue asesinado por la policía en la mañana de Año Nuevo de 2009. El desenlace fatal queda anunciado desde el principio. Así que, frente a este hándicap, el filme opta por el canto a la vitalidad y la familia como una cotidianidad cuya alteración va anunciando mediante planos de trenes reconvertidos en memento mori. Y consigue su propósito: el superponer este elemento de tragedia anunciada a tareas tan rutinarias como una compra en el supermercado hace de Fruitvale Station una película que se ve con intensidad.
De la parte de romper un techo técnico se encargó Gravity. Alfonso Cuarón ha parido una cinta con vocación de escribir una página en la Historia del cine. Una cinta fruto de la obsesión del mexicano por querer ir un paso por delante de todo, por contar algo que hasta entonces había sido imposible contar. Tardó cuatro años en desarrollar la tecnología necesaria para filmar con realismo científico el movimiento de un astronauta a la deriva en el espacio, pero lo ha conseguido. Y de ahí surge el argumento básico. Sandra Bullock de astronauta a la deriva aguantando todo el peso la trama, George Clooney para aportar un pequeño contrapunto cómico, y el resto es, literalmente, dejarse llevar. Sentir la misma deriva que ellos, con la misma intensidad, en cada fibra del cuerpo. De esta tecnología punta combinada con el mimo en el resto de apartados salen 90 minutos de emoción pura. Gravity viene a demostrar que los avances tecnológicos, los efectos visuales y el 3D (que alcanza una nueva cumbre) solo cobran su verdadero sentido si están al servicio de esa emoción. Los aplausos masivos que cosechó tras su pase de prensa y su potente primer asalto a las salas dan cuenta de que se han hecho las cosas bien. A primera vista, parece que estamos ante la gran rival de 15 años de esclavitud en la pelea por los Oscar. Y que tenemos a otro posible caballo ganador en Sandra Bullock, que ha firmado el papel de su vida.
Puestos a apostar fuerte por un actor, Matthew McConaughey resulta otra gran opción. El texano ya venía avisando con papeles como los de Killer Joe o Mud del giro que había tomado su carrera. Dallas Buyers Club sirve de confirmación: el guaperas que lucía palmito con nuestra Pe en Sahara se ha convertido en uno de los mejores actores de su generación. Como mínimo, se espera la nominación al Oscar al Mejor Actor para un papel con transformación corporal incluida, algo muy del gusto de la Academia. Precisamente, gran parte del renacimiento de McConaughey consiste en el detalle con el que está trabajando la composición física de sus personajes. Ha perdido cerca de 15 kilos para interpretar a Ron Woodruff, el activista enfermo de SIDA en cuya historia real se basa Dallas Buyers Club. Pero además del adelgazamiento extremo, hay otros detalles que hacen hipnótica la encarnación: cada gesto de chulo de rodeo, cada sílaba con acento sureño y la humanidad que se va descubriendo en sus ojos. McConaughey ha hecho nacer a un personaje que tiene tanto de pintoresco como de fascinante.
Un Shakespeare en tagalo
(Fotograma de 'Norte, el fin de la Historia')
El último día de festival, un sábado a las diez de la mañana, alrededor de una veintena de valientes se atrevieron con una sesión de cinco horas de cine filipino. Lav Diaz presentó ante la prensa una doble sesión con el prólogo de su nuevo proyecto, The Great Desaparecido, y su última película finalizada: Norte, el fin de la Historia. El hambre de cine tuvo recompensa. Para los que lo descubrieron por primera vez, Diaz se reveló como un narrador inmenso. Un director con la ambición de convertir a sus obras en la gran crónica de la Filipinas moderna, que no tiene miedo de tomarse su tiempo (hasta Norte, todos sus largos rebasaban las seis horas de metraje) y de apostar por formas radicales: rueda siempre a base de largos planos fijos, sin música extradiegética, suele emplear el blanco y negro y sus historias abarcan periodos muy amplios de tiempo real.
Norte dura cerca de cuatro horas y media, y merece la pena por todos y cada uno de sus minutos. Con el mismo tono solemne de las tragedias de Shakespeare y su misma indagación en lo más profundo del ser humano, su desarrollo sigue durante años la vida de dos hombres, sus tormentos y sus tribulaciones morales. El primero, un joven de ideas políticas radicales que comete un asesinato. El segundo, un pacífico padre de familia que es acusado y encarcelado injustamente por el asesinato del primero. Diaz intercala sus historias y rueda sin prisa sus rutinas, sus conversaciones, sus modos de vivir la vida. Convirtiendo cada encuadre en un baño de humanidad.
Aunque Norte se componga de historias privadas, da cuenta de la mayor obsesión de Diaz: la política de su país, que se hace presente mediante críticas implícitas al sistema judicial, a las desigualdades sociales y a las semillas de violencia que han dejado las dictaduras y revoluciones. Lo que no quita que al director le salga una vena lírica cuando filma los paisajes y los colores filipinos. Es decir, que tiene el privilegio de hacerlo todo bien. De contar historias, de pintar paisajes, y de firmar crónicas sociales.
Tres aproximaciones a la España negra
(Fotograma de 'Caníbal')
Lo que llamamos la “España negra” resulta una parte importantísima de nuestra identidad cultural. Entendida en su doble sentido: la España oscura y violenta que evocan los cuadros de Goya, y la España decadente e ignorante a la que la Generación del 98 quiso combatir. Aunque quizá este doble sentido desemboque en lo mismo y los monstruos de la primera no sean más que el reflejo del sueño de la razón que sufre la segunda. En cualquier caso, esta vertiente negra sigue marcando nuestra obra cultural, como pudimos comprobar en varias de las películas españolas presentadas en San Sebastián.
Primero con Las brujas de Zugarramurdi. No solo el título ya hace obvia su conexión con el tema. El propio Álex de la Iglesia ha hecho crecer gran parte de su mundo artístico en esa España negra de leyendas ancestrales. Casi siempre en clave de humor desmadrado, y solo una vez, con Balada triste de trompeta, poniéndose serio. Irse a rodar a un espacio tan mítico como la localidad navarra donde quedaron documentadas varias quemas de brujas parecía un paso lógico en su carrera. Lo extraño es que cuando la película termina virando hacia los aquelarres y asuntos satánicos, pierde todo su fuelle. Mientras que se mueve en sus mayores niveles de hilaridad justo en lo opuesto a parajes tan remotos: en una secuencia de apertura en la Puerta del Sol, kilómetro cero español, donde la España decadente queda reflejada ya no en la bruma de las tradiciones de brujería, sino en un surtido de perdedores, enfundados en trajes de Mickey Mouse, o víctimas de la pensión compensatoria.
En Caníbal, la idea de España negra aparece de forma más abstracta, flotando en la bruma sombría que la impregna. Algo sugerida en la fuerte presencia que tiene la religión en la vida de su protagonista, Carlos, un asesino de mujeres con la costumbre de comerse a sus víctimas hasta que se enamora de la hermana de una de ellas. Y a la vez, un devoto de la Semana Santa, un elemento del guión que permite juegos macabros con el sacramento de la eucaristía y los cuerpos más profanos que Carlos cocina. La negrura baña a un telón de fondo (Granada y Sierra Nevada) al que se suele asociar con sentimientos más alegres. Esa negrura de Caníbal no puede ser de otra forma, porque se trata de una película que bucea en el corazón del mal, en el alma irracional de una especie de Saturno devorador, una versión del diablo con la mirada gélida de Antonio de la Torre. La negrura tiene lugar en España, pero España no es más que un escenario cualquiera desde el que el director Manuel Martín-Cuenca intenta la pirueta más ambiciosa. Hacer que su público sienta empatía con el diablo, porque a este diablo se le concede el don más humano: la capacidad de enamorarse.
Vivir es fácil con los ojos cerrados no tiene, a primera vista, demasiada relación con la España negra. Al contrario, lo nuevo de David Trueba recuerda mucho más a un cuadro de Sorolla con paisajes costeros y los colores vivos de Almería. El lugar al que acude de viaje un profesor llamado Antonio (Javier Cámara), acompañado por los dos adolescentes a los que recoge en el camino, para intentar conocer a John Lennon mientras rueda How I Won the War en el sureste andaluz. Hay mucho en ella de “película anticrisis”: la simpática historia de Antonio (que además está basada en hechos reales), su tono de neorrealismo italiano mezclado con road-movie, las consignas vitales positivas que lanza el guión, y en general sus intenciones no ocultas de arrebatar las sonrisas. Pero aún así, la España negra está presente en Vivir es fácil con los ojos cerrados. En fuera de campo. En esa amenaza latente que supone el contexto histórico, la España de los 60. En la ignorancia y opresión a la que aborrece Antonio: los grises, los curas que pegan con reglas y los brazos derechos en alto. Incluso se hace explícita mediante un personaje que la simboliza, el parroquiano paleto que pega al adolescente por llevar el pelo largo. Frente a esta España negra, y puede que en un paralelismo con la situación actual, Trueba proclama su esperanza en el futuro de los que tienen ganas de vivir.
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