Canis universalis
Publicada en El Antepenúltimo Mohicano
A muchos, el nombre del Señor Peabody les sonará de aquel especial de Halloween en el que Homer Simpson viajaba en el tiempo con una tostadora. El personaje en cuestión, un perro gafotas acompañado de un niño pelirrojo igualmente gafotas, aparecía en mitad de uno de los viajes temporales de Homer, a modo de homenaje de Matt Groening a las aventuras animadas del Señor Peabody, una de sus fuentes de inspiración en sus comienzos. De hecho, es muy probable que la mayoría del público sólo conozca al cánido en cuestión por el guiño, y no por su producto original. No en vano, éste ha permanecido cincuenta años acumulando polvo y olvido en un viejo baúl. Desde 1964, el último año de emisión de la serie animada de variedades El show de Rocky y Bullwinkle, de la que el Señor Peabody constituía uno de sus personajes invitados más recurrentes. La serie se mantuvo cinco años en antena en Estados Unidos, pero nunca fue un hit. Lo que no le ha impedido ejercer una gran influencia sobre grandes animadores posteriores, como evidencia ese pequeño tributo de Groening. El personaje resulta, cuando menos, exótico. Un perro superdotado que se construye una máquina del tiempo y se dedica a visitar, junto a su hijo adoptivo Sherman (un niño humano adoptado por un perro), lugares y personajes históricos. El Señor Peabody es un trasunto canino del homo universalis, el Hombre Renacentista. Además de inventor, está versado en artes, letras, ciencias, cocina, negocios y deportes. Y fue ganador de un Premio Nobel y dos medallas olímpicas. Lo que lo convierte en todo un reivindicador de la dignidad perruna frente a las Lassies sumisas a los humanos del mundo.
En su momento, El show de Rocky y Bullwinkle fue el buque insignia de Jay Ward Productions, un modesto estudio de animación que terminó absorbido por Dreamworks. La major pasó décadas sin hacer caso al producto, hasta que en 2000 se decidió a rescatar a los personajes del alce Bullwinkle y la ardilla voladora Rocky en un largo de animación. El resultado fue un estrepitoso fracaso que, no obstante, no parece haberles quitado las ganas de seguir intentando exprimir la nostalgia sesentera. Y en este contexto llega Las aventuras de Peabody y Sherman, puesta al día de los dos personajes con el mismo argumento básico más un par de añadidos que la enganchan con la época actual. La película se mueve, en primer lugar, con el mismo afán lúdico-educativo de la vieja serie. El conocimiento de hechos históricos y personajes ilustres mediante los viajes en el tiempo del dúo protagonista. El guión hace paradas en la Guerra de Troya, el Antiguo Egipto, la Florencia del Renacimiento o el Versalles de la Revolución Francesa, permitiéndose chistes inocuos con María Antonieta y su afición a los pasteles, la niñería del faraón Tutankamón, la excentricidad de Leonardo Da Vinci y un belicoso Agamenón a tope de esteroides. Quizá en los toques de grandilocuencia para recrear estos ambientes (exteriores lucidos, grandes batallas y escenas de msas) esté la mayor virtud de la animación del filme, por lo demás un tanto fría. El uso demasiado visible de modelados 3D por ordenador deja a unos personajes dignos de mascota de anuncio de cereales. Poco expresivos, algo escasos de carisma, y opuestos al irresistible trazo artesano de línea clara de la serie original.
La aportación moderna de esta nueva versión viene dada por su discurso de fondo social, una puesta en valor de la igualdad de derechos que la acerca mucho a la actualidad mediática. La condición del señor Peabody como padre adoptivo de un niño humano da juego para un alegato contra la discriminación que sufre éste por ser un perro. El mensaje, fácilmente extrapolable, queda claro mediante una “mala” hiperbolizada: una oronda funcionaria aparentemente mal suministrada de cariño carnal (si no hablásemos de una película infantil quizá podríamos usar otro término) que encarna la peor cara de la fría burocracia deshumanizadora. Contra la que se opone una emotiva (y previsible) escena final de solidaridad. Así, Las aventuras de Peabody y Sherman transcurre entre viajes temáticos por el tiempo contados a ritmo de montaña rusa (persecuciones y mucha acción adornada con chistes fáciles) y un trasfondo de discurso cívico. El mensaje, en su simpleza, resulta sencillo de digerir. No tanto la tendencia de su pareja protagonista a una pedantería que, por momentos, puede hacerse insufrible. Especialmente destacable en el caso del pequeño Sherman, que parece llevar pintada en la frente la inscripción “róbame el dinero del bocata”. Aquel episodio de Los Simpson retrató muy bien este aspecto del repelente pelirrojo. Si se recuerda el diálogo, el pequeño respondía a una línea de diálogo asintiendo con un pedante “En efecto, Señor Peabody”. Y este, con mohín de desdén, se volvía hacia él y le respondía: “¡Tú calla!”. Una frase que refleja muy bien los deseos del espectador en ciertos momentos de la película donde el orgullo nerd se encuentra demasiado reivindicado. Si bien, pese a que a ratos resulte cargante, el viaje termina por hacerse llevadero, aunque siempre transite por lugares en los que da la sensación de haber estado antes.
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