viernes, 21 de junio de 2013

Osea, el infierno son los otros


[Reportaje publicado en OrionMag, Nº 1. Junio de 2013]

El existencialismo pijo de Sofia Coppola

Era una tarde soleada de julio en Hollywood. Sofia Coppola acababa de visitar a su hermano Roman y se disponía a arrancar su Porsche cuando descubrió que las llaves se habían quedado atascadas. En ese momento, parándose a pensar en dónde estaba, se dijo: "Tengo una crisis de mediana edad. ¡Me he comprado un Porsche!". El  vehículo acababa de sustituir a lo que ella misma llamaba su "coche de princesa de la Mafia": un flamante Cadillac. Con esta pequeña escena arrancó el día que en parte le inspiró a la directora el guión de Lost in Translation, según narra un largo reportaje que en 2003 el New York Times le dedicó a la hija de Francis Ford Coppola.

Sofia volvió con Roman Coppola, también director aunque especializado en publicidad y  videoclips, que en ese preciso momento estaba desarrollando una nueva patente. Una enorme burbuja de plástico blanco que había ideado para rodar un spot del nuevo Toyota: la burbuja absorbía la luz del exterior y permitía rodar el coche sin reflejos. Pero a ella, su propia imagen dentro de esa burbuja pareció sugerirle un poderoso símbolo de lo que había sido su vida.

Después, Sofia pasó la tarde con Brian Reitzell, batería del grupo Air, que había compuesto la música de su opera prima Las vírgenes suicidas. Brian la llevó a conocer a unos músicos amigos suyos: los franceses Phoenix, que por aquel entonces acababan de lanzar su primer disco. Mientras estaban allí, tocaron la que terminaría siendo una de las canciones favoritas de la cineasta: "Honeymoon". Ella se dejó caer sobre la silla y tras escucharla dijo: "Hace que sientas ganas de estar enamorada".

De anécdotas como estas se alimenta el cine de Sofia Coppola. Las reflexiones de una niña bien al volante de su deportivo, rodeada de músicos de pop y creativos ultramodernos. Y sin embargo,  muchos han descubierto en ella a una cineasta que de un mundo en apariencia tan frívolo consigue arrancar destellos de gran belleza. Una cineasta que trabaja bajo una temática contradictoria, a la que podemos bautizar como existencialismo pijo. El símbolo es Scarlett Johansson en bragas sobre la cama de su hotel de lujo en Tokio, con la mirada perdida y de fondo el paisaje urbano de la capital nipona. Dicho con palabras en lugar de imágenes: que puedes ser una niña mimada, estar buena, tener mucho dinero y viajar por los sitios más cools de todo el mundo y pese a ello sentir angustia ante la vida.

Con seis años, la pequeña Sofia estaba en Filipinas mientras papá filmaba una de las mayores obras maestras de todos los tiempos. Y en medio de aquel caos que fue el rodaje de Apocalypse Now, ella se lo pasaba en grande porque le gustaban los helicópteros y de vez en cuando le daban una vuelta en uno. En séptimo grado (el equivalente a nuestro primero de ESO, es decir, con doce añitos) ya iba a clase con modelos de Chanel. Conoció a la que considera su mejor amiga, Zoe Cassavettes (la hija de John Cassavettes y Gena Rowlands) en una sesión fotográfica para el Vogue. Y de aquí podemos arrancarnos con una lista de gente guapa a la que Sofia frecuenta. Wes Anderson es uno de sus mejores amigos; tanto que aceptó darle el papel protagonista de su primer largo (Academia Rushmore) a su primo Jason Schwarztman, otro actor, como Nicolas Cage, bendecido por el apellido Coppola. Sus parejas más conocidas han sido los directores Spike Jonze (que también aprovechó su proximidad a la familia Coppola para abrirse paso en el mundillo), Quentin Tarantino, y el músico Thomas Mashan, líder de Phoenix. Sí, ese mismo que la maravilló tocándole "Honeymoon" allá por 2003: se casaron hace un par de años. Su primer trabajo como directora la juntó con Kate Moss y los White Stripes para grabar el famoso videoclip de "I Don't Know What to Do With Myself". Otro de sus mejores amigos es el músico Thurston Moore, líder de Sonic Youth, que fue quien le pasó el libro de Las vírgenes sucidas, a la postre su opera prima.

En el párrafo anterior hay unas cuantas razones para odiarla. Pero, puestos a elegir, vamos a la más potente de todas. A Sofia le regalaron el papel de Mary Corleone en la tercera parte de una de las sagas más laureadas de todos los tiempos. Un personaje por el que medio Hollywood habría hecho cosas mucho peores que Michael Corleone fue a parar a quien fue a parar por ser el ojito derecho del director de la película. Así que cuando El Padrino III vio la luz, esa turba linchadora en la que a veces se convierte la prensa se olvidó de valorar la obra en su conjunto y se lanzó a degüello a por la hijísima. De la serie de lindezas que le dedicaron los críticos, Sofia sacó dos cosas en claro: que quería hacer algo creativo, pero que la actuación no era lo suyo.

Así, la malograda actriz estudió fotografía, protagonizó un efímero show en Comedy Central y creó una compañía de ropa antes de que el libro de Las vírgenes suicidas fuese a caer en sus manos. El trabajo de directora se desveló como algo que le permitía combinar sus inquietudes: el cine, la moda, la música y la fotografía. De sus gustos en estas dos últimas materias sale buena parte de su estilo como cineasta. El espíritu del pop ochentero y el indie se entiende perfectamente con sus películas. Igual que fotógrafos emparentados con el arte contemporáneo a los que la propia Coppola ha citado como influencias: William Eggleston, Tina Barney, Bill Owens... Retratistas de detalles de lo cotidiano.

De hecho, sus películas tienen mucho de canciones pop. Bañadas de modernidad, con un toque adolescente, intimistas e inspiradas en lo efímero. Son el estilo opuesto a la grandilocuencia de Francis Ford Coppola, cuyo equivalente es un autor de óperas. O si nos ponemos más litearios, Coppola padre es de la la escuela de Tolstoi, el escritor de grandes novelas sobre la condición humana, y Coppola hija de la de Chejov, el cuentista que relata pequeñas revelaciones en la vida de personas corrientes. A Sofia le hizo falta un sonado fracaso a las órdenes de su padre para terminar dándose cuenta de que su camino era exactamente el contrario. Renunció a la épica para encontrarse con el existencialismo pijo.

La gracia del asunto es que las dos partes del término, tan contradictorias entre sí, conviven en armonía. Pijo. Porque sí, Sofía Coppola es una pija de libro y sus personajes se parecen a ella (lo que no quita que también haya creado personajes masculinos muy profundos basados en este mismo spleen vital: Bill Murray en Lost in Translation y Stephen Dorrf en Somewhere). Kirsten Dunst en Las vírgenes suicidas y Scarlett Johansson en Lost in Translation no dejan de ser dos niñas mimadas que no saben lo que es pasar privaciones. De María Antonieta ni hablemos. Pero existencialista. Porque el arte de la directora consiste en conseguir que se metan en los huesos las historias de unos personajes tan susceptibles de despertar rechazo. La apuesta por ese intimismo sutil es tan fuerte que incluso Coppola renuncia a lo que para la mayoría de los directores sería el punto álgido. No filmó un solo beso entre Bill Murray y Scarlett Johansson, ni a María Antonieta bajo la guillotina.

Ante una directora que alberga tanta contradicción, las reacciones no suelen ser tibias. Uno puede quedarse con la parte de lo pijo o con la del existencialismo. Es inevitable la división entre los que ven en Sofia Coppola una creadora inteligente, o los que la consideran una Paris Hilton de la vida que solo intenta parecerlo. Se parece a esa famosa frase de María Antonieta: "Si no tienen pan, que coman pasteles". No existe ninguna evidencia histórica de que la reina la pronunciara, pero siempre habrá gente inclinada a pensar que la dijo, y gente inclinada a pensar que no.

Ante su cine, uno se parece al personaje de Bill Murray en Lost in Translation. Lacónico ante una fauna de hipsters (una tribu urbana cuya versión japonesa retrató el filme mucho antes de que en España empezáramos a oír hablar de ellos) a los que, literalmente, no entiende. Hasta que entre tanto postureo, le sorprende una pequeña revelación de autenticidad. Un trocito de belleza, efímero en el tiempo pero aferrado a la memoria. El breve momento en el que Charlotte reposa la cabeza sobre el hombro de Bob condensa la belleza de canción de pop que el cine de la Coppola ha perseguido hasta ahora.

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